Llegué, como sombra borrada;
me adentré en el camino del tiempo.
Soplaba un aire sombrío
como suspiros del cielo.
Blancos caminos de tierra,
piedras que golpean besos;
olor a flores pisadas,
a tierra fresca, a romero.
Se embelesaba mi alma
desfilando por el tiempo,
y con placer respiraba
el aroma de aquel suelo.
Abrazos de tierra seca
se apretaban a mi cuerpo.
Percibía el dulce encanto
de mis añejos recuerdos.
Huellas perdidas, ocultas raíces
que arañan mi cerebro.
Y como besos perdidos
palabras que guarda el tiempo.
Las flores no me conocen,
nacen y mueren a un tiempo.
Pero el olivo y el olmo,
el pino, el sauce, el enebro,
el viejo nogal, la higuera...
Todos dicen a mi paso:
¡Amiga, te conocemos!
Un pajarillo en las ramas
lanza su piar al viento,
mis pasos los va empujando
la mano del aire cierzo.
Me abracé al viejo olmo
donde mi nombre escribieron.
Y un corazón que traspasa
el dardo de amor eterno.
Y sus ramas me decían.
¡Amiga, te conocemos!
Mi estrella se descolgaba
columpiándose en el viento,
para alumbrarme el camino,
que se borró con el tiempo.
Para enseñarme el arrollo,
que continúa corriendo
para mojarme en sus aguas,
cual fuese un bautismo nuevo.
Acaricié su frescura,
su espuma besó mis dedos
y entre las piedras y el barro,
hierbas, tomillo, romero,
sus aguas se deslizaban
como un baile sobre el hielo.
El eco entre las montañas,
llegaba lejano y terco
y al romperse con las rocas
oí chasquidos de besos.
Y aquel edén me susurra:
¡Mariana, te conocemos!