Un rayo de sol desnudo
me despertó la mañana,
su caricia de sirena
eran besos que abrasaban.
Quise cogerlo y no pude,
su brillo azul me cegaba.
Abrí la verja del patio,
las ventanas de la casa.
Todo se llenó de luz
pero tú… no entrabas.
Me fui al café del barrio,
en donde todo se habla,
pedí un café con leche,
un zumo y una tostada.
Saqué mi agenda del bolso,
el monedero, las gafas.
La puerta se abre y se cierra
y hacia él mi mirada.
El salón se iba llenando
y tú… no entrabas.
Con las gafas de sol puestas,
las manos sobre la barra,
pagué la consumición
con la sonrisa forzada.
Allí quedaba la mesa,
la servilleta arrugada,
la taza vacía, inmóvil
como un gorrión sin alas.
Con mi soledad al hombro
recorrí calles y plazas,
pisando piedras y barro
con mi desnuda esperanza.
En la puerta de una iglesia me paré;
le pedí permiso a Dios
para buscarte en su casa.
Me abrió la puerta un anciano
muy amable, barba blanca,
llaves colgadas al cuello,
túnica y sandalias rancias.
Me dijo llamarse Pedro,
el guardián de las almas.
En el tejado del cielo, las golondrinas cantaban;
y en su canto me decían
que tú… allí estabas.
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