domingo, 18 de octubre de 2020

El campo manchego en siesta (Las huellas)

Me asomé por la ventana 

de su horizonte dorado: 

¿Está dormida? ¿Está muerta? 

Sola en silencio mirando, 

tendida con la mortaja 

del trigo seco en su mano.


El crepúsculo encendido 

parece un ascua brillando; 

los surcos resquebrajados, 

sedientos de desamparo, 

alargan lengua de sed 

en las tardes del verano.


La fuentecilla está seca, 

los caminos empolvados, 

la encina sola, en silencio, 

le brota sudor y llanto 

de su tronco ennegrecido, 

bronco, roto y arrugado.


El Sol rojo, enfurecido, 

que se alarga como el rayo 

vistiendo de oro y de fuego, 

de púrpura decorando 

las blancas paredes viejas 

de un caserío olvidado.


La tarde está sola, duerme 

la tierra a todo lo ancho, 

la esperanza se pasea 

con los brazos estirados, 

los sueños y las pasiones, 

sueltos, van jugueteando.


¿No hay nadie? Nada responde. 

Está el olivo roncando, 

las cepas, entre las sombras 

que les acurruca el pámpano, 

duermen su siesta al arrullo 

de canturreos de pájaros.


Y la tarde va alcanzando 

un éxtasis de letargo 

mientras las hormigas marchan, 

una tras otra, llevando 

dorados granos de trigo 

a sus almacenes largos.


¡Despierta, tierra dormida, 

que se aproxima el ocaso 

y ya un vientecillo sopla 

que al sol lo va desnudando! 

La vida empieza, la siesta 

ya se está desperezando.


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