jueves, 25 de septiembre de 2008

De La Mancha, los molinos



Yo canto a la montaña
y canto a la llanura,
al cauce de los ríos,
al silencio,
a la noche,
a la esperanza,
al olvido.

Al prado que se seca
o al atardecer frío,
a las gotas de agua
que caen como rocío.

A la nube,
a la estrella,
al viento,
a los olivos.

Y a ese niño que llora,
huérfano de cariño,
con el dedo en la boca,
reseco y aterido.

Me gustan los espacios
abiertos y tendidos, las grandes poblaciones,
los pobres caseríos...
las ovejas que balan,
las tierras que dan trigo;
el aire que, graznando,
levanta remolinos.

Me gusta la paloma
que prepara su nido;
la paja,
el barro,
el rumbo
del arroyo perdido;
y esa pobre amapola
que crece en el olvido
besando las espigas,
muriendo en el estío.

Los bosques intrincados,
el mar embravecido,
los campos de La Mancha,
llanto o canto de niño,
suspiros de mayores,
pedestal de molinos.

El labrador,
la siega,
la azada
y el suspiro
de la moza que canta,
sacando de la rosa del azafrán,
el hilo...

¡Pero a mí de La Mancha
me gustan los molinos!
El esqueleto humano
del Quijote adivino
que, en lucha con gigantes,
su lanza coge, altivo.

De Sancho,
su pollino,
su bota,
sus pisadas,
sus sabias picarescas,
su pan y su tocino.

¡Y más que nada, a mí,
me gustan los molinos!
Sus aspas gigantescas,
sus blancos laberintos
y el perfume embriagante
de pajas y de trigo;

El sol dorado, bronce
de horizontes perdidos.
¡Y más que nada, a mi,
me gustan los molinos!

Dulcineas,
Cervantes,
Quijotes y Sanchitos.
Las mujeres afables,
repletas de cariño,
de corazón y alma,
con pureza de armiño.
El hombre inteligente,
el intrépido, atrevido,
y aquél tan bonachón,
con traje de otro siglo.
Su gorra,
su navaja,
su alforja
con su atillo,
que huele a majestad
de alimento sencillo.
Sus almas desplegadas
al centro del olvido,
donde sólo dan vueltas
las aspas del molino.

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