domingo, 26 de julio de 2020

Yo me iré (Por la escalera del aire)


Yo me iré. Ese día dejaré
de la tierra el sendero.
Los amores que tanto me atan
quedarán como un mágico sueño.
A ese reino que nunca se acaba
volaré, como pájaro ciego. 

Yo me iré, cualquier día,
meteré en mi mochila: recuerdos,
un puñado de polvo y espigas,
un racimo cogido en secreto,
una flor que perfume mis manos
y el sabor y calor de los besos.

Yo me iré y aquí se quedarán,
cual rastrojos marchitos y yertos,
esos días vividos de paz,
esas noches cargadas de sueños,
el crepúsculo rojo y dorado
que, en mi alma, quisiera prenderlo. 

Yo me iré en ese tren de la vida
que no tiene estación ni sereno,
que de lejos nos pone ya alerta,
pues sus máquinas no llevan frenos
y en su inquieto caminar arrastra
juventud, ilusiones y sueños.

No me asusta:
la maleta ya la tengo en el suelo
mirando, esperando en la vía,
de esa marcha su paso ligero
pues, atados los unos a otros,
cruzaremos el mismo sendero:
unos bien con las manos vacías,
otros bien con los brazos muy llenos.

Yo me iré, regaré con cariño
ignorada semilla en el suelo
y algún día, cuando cruce el arado
y remueva la tierra el acero,
brotarán como espigas doradas
ese amor abonado que dejo.

sábado, 11 de julio de 2020

Tú no entrabas (Versos en la niebla)




Un rayo de sol desnudo
me despertó la mañana,
su caricia de sirena
eran besos que abrasaban.  

Quise cogerlo y no pude,
su brillo azul me cegaba.
Abrí la verja del patio,
las ventanas  de la casa.  

Todo se llenó de luz
pero tú… no entrabas.
Me fui  al café del barrio,
en donde todo se habla,
pedí un café con leche,
un zumo y una tostada. 

Saqué mi agenda del bolso,
el monedero, las gafas.
La puerta se abre y se cierra
y hacia él mi mirada.
El salón se iba llenando
y tú… no entrabas.   

Con las gafas de sol puestas,
las manos sobre la barra,
pagué la consumición
con la sonrisa forzada.   

Allí quedaba la mesa,
la servilleta arrugada,
la taza vacía, inmóvil
como un gorrión sin alas.  

Con mi soledad al hombro
recorrí calles y plazas,
pisando piedras y barro
con mi desnuda esperanza.

En la puerta de una iglesia me paré;
le pedí permiso a Dios
para buscarte en su casa.
Me abrió la puerta un anciano
muy amable, barba blanca,
llaves colgadas al cuello,
túnica y sandalias rancias.  

Me dijo llamarse Pedro,
el guardián de las almas.
En el tejado del cielo, las golondrinas cantaban;
y en su canto me decían
que tú… allí estabas.